Trumbo
MadMax
Dunkirk
(Pablo Larraín, 2015)
UNA RECLUSIÓN CEGADORA
Fábula Producciones ©2015.

“Y vio Dios que la luz era buena, y separó Dios a la luz de las tinieblas.”
-Génesis 1:4-

El film de Pablo Larraín se abre con esta cita del Génesis, mientras la pantalla aún es dominada por la oscuridad. Las primeras líneas de claridad son por tanto, las que reflejan esta frase. A continuación, un sol matutino deslumbra y ciega la visión con que se introduce la historia de una casa grande y amarilla en las costas de Chile, donde viven cuatro sacerdotes y una monja, mantenidos por la Iglesia Católica para que purguen sus pecados viviendo aislados. Reciben su manutención a cambio de no llamar la atención para no contagiar, con sus controversias y sus problemas, a la imagen de la Santa Iglesia. Pacto que han cumplido hasta el punto de partida del film: la llegada de un quinto clérigo, que los lleva a enfrentarse con su propio pasado. Su presencia desemboca en un crimen dentro de la casa, que provoca el envío del jesuita y psicólogo Padre García (Marcelo Alonso), para inspeccionar la situación del hogar y considerar el cierre del mismo, algo que dejaría a los habitantes sin la rutina a la que viven aferrados y desprotegidos ante los tribunales por sus crímenes. En tal delicada situación, el jesuita supervisor se percata de los merodeos de Sandokán (Roberto Farias), un vecino del pueblo que en su infancia sufrió los abusos de uno de los curas de la casa.


El pasado de los personajes está esculpido en el carácter de cada uno de ellos y aparece sugerido en sus diálogos. Los cuatro padres cumplen castigo: Vidal (Alfredo Castro) es un pederasta que habría abusado de menores, Ortega (Alejandro Goic) dio en adopción a niños haciéndolos pasar por muertos, Silva (Jaime Vadell) colaboró con la dictadura confesando y perdonando a líderes militares, y Ramírez (Alejandro Sieveking), con síntomas de Alzheimer, no da pistas del misterio que lo ha llevado a la estancia y que el resto de personajes desconoce. La hermana Mónica (Antonia Zegers), quien se encarga de cuidarlos, cumple penitencia por haber traído a un niño de África y darlo en adopción fuera de márgenes legales. Todos ellos esconden un pasado oscuro entra en juego con la propuesta estética grisácea y triste: el ambiente de nubarrones y calima difumina los contrastes entre luz y oscuridad, del mismo modo que los personajes emborronan el bien y el mal en las justificaciones morales que atribuyen a sus acciones.  

Con esta apuesta en la fotografía, trabajo de Sergio Armstrong, la nubosidad dominante acerca la atmósfera al tormento que los protagonistas arrastran, y al cual desatienden gustosamente sin atisbo de culpa. El Sol, cuando llega a aparecer, se mantiene latente y oculto, reflejado en el mar o escondido tras las nubes o la niebla. Sus leves destellos deslumbran y empañan los encuadres que se mantienen con tonos desaturados, predominando grises y azules suaves que refuerzan la atenuación de contrastes que impide distinguir el bien del mal, produciendo un pálido retrato de la narración, que se interrumpe exclusivamente en la escena nocturna, durante la cual las tinieblas se sitúan como escenario que acoge el estallido de violencia durante largo tiempo reprimida, que puede llevar a pagar a quien menos culpa tiene.


En lugar del sentimiento de culpa que no encuentra en los recluidos, el Padre García  encuentra justificaciones, algunas obtusas y otras no tanto, como los argumentos del Padre Vidal que explica no haber cometido ningún abuso, a pesar de ser un pederasta reconocido, presentándose como “el rey de la represión”. Todos explican sus razones y motivos, sin que ello los disculpe de su mezquindad. Uno de ellos llega a afirmar que “la Iglesia se lava las manos y nosotros somos unos chivos expiatorios”. Encuentran cada uno su manera de no pedir perdón los que son sus, no solo pecados, sino también delitos. Utilizan sus argumentos para eludir responsabilidades, limitando su cotidianeidad a dormir, rezar, comer y de paso, entrenar a un galgo para participar en apuestas de carreras, para tener algo con lo que distraerse y mantenerse activos. La negación de los curas a mirar hacia su pasado, no deja de ser el gesto que realiza la Iglesia al darles cobijo. Escabullendo la búsqueda de respuestas no hacen sino mantener y reafirmar los problemas que arrastra toda una sociedad. Por esto, puede entenderse no solo una crítica al funcionamiento de la Iglesia católica chilena, sino al abuso de poder de instituciones cercanas o ligadas a determinados gobiernos.

La impunidad a la que se han acostumbrado los párrocos, sumada a la complicidad de la hermana Mónica, los ha llevado a disfrutar del lugar como si se tratara de una casa de retiro o un salón de recreo y relax. En los relatos personales de estos sacerdotes se intuyen los abusos de poder institucional, incluyendo los lazos de las cúpulas eclesiásticas con la dictadura, dirigiendo la atención a los casos reales -incluso anteriores a la dictadura- que décadas después se han destapado en Chile a los cuales Pablo Larraín -del cual hay que recordar que es católico- remite con este trabajo y que han corrido diferentes suertes: Gerardo Joannon, sobreseído de dar en adopción recién nacidos dados por muertos, por prescripción de sus delitos; Monseñor Francisco José Cox, acusado de abusos sexuales recluido en un monasterio alemán; y el protagonista del caso más sonado, Fernando Karadima, declarado culpable de abusos a menores y expulsado de por vida de los oficios de la Iglesia Católica; caso que ha inspirado al film Chile también de este año de Matías Lira: El bosque de Karadima. La ausencia de referencias explícitas del film de Larraín a esa realidad, es signo de otra dimensión de las que adquieren los sacerdotes de la película, no son personas importantes ni privilegiados, no son sacerdotes de la elite social, sino unos ignorados por la sociedad que residen en la clandestinidad y son capaces de asumir sin reparo una vida limitada, participando conjuntamente de un teatro en el cual comparten dentro del hogar la búsqueda, no por redimirse, sino por olvidar su pasado. Se comportan allí como si no lo tuvieran.


“El que está lavado no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis, aunque no todos.”
-Jesús, en Juan 13:10-

Este relato plantea por un lado la denuncia de una relación de favores de la Iglesia disfrutados por la Iglesia, de la que aún queda material por purgar; y por otro una llamada de atención autocrítica a la Iglesia Católica –no solo la chilena- con vistas a, más allá de limpiar su imagen, a redimir sus acciones políticas del pasado y prevenir la corrupción tanto en las bases como en la cima de la institución religiosa. Ese es un llamamiento que puede desprenderse por ejemplo de la acción del supervisor jesuita, al implicarse en corregir los caminos de los padres penitentes, llegando al punto de realizar una acción tan cristiana como es lavarle los pies a las personas a las que se enfrenta, tal como hiciera Jesús a sus discípulos incluido Judas, a sabiendas de que éste lo iba a entregar. Además la solución que da al posible cierre pasa por la redención de los pecados, curando los daños generados al personaje menos culpable y la verdadera víctima de  los acontecimientos mencionados en el film. Todo este conglomerado narrativo y fílmico nos deja un caleidoscopio de controversias morales, acompañado de una potente e inspiradora banda sonora, teñido de lúgubres sombras y luces difusas, salpicado por breves golpes violentos de humor negro, que no hacen sino acentuar la dimensión trágica a la par que crítica del discurso articulado, en la que se presenta como la obra con mayor seriedad y madurez del cineasta chileno.


Luis N. Sanguinet




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